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  • Antonio Velasco

Historias del Hotel Rejas. Capítulo 1

Actualizado: 16 mar 2021

Una de las impresiones que se me grabaron con más fuerza al salir del Palomar y pasar a la segunda galería de la cárcel Modelo de Barcelona fue el hecho de que casi todos los internos lucían barba y pelo largo. Pero vayamos por partes. Antes de pasar a la galería tuve que cumplir el período en el Palomar, un pabellón donde te metían al ingresar en el centro penitenciario. Este recinto constaba de dos secciones. Una correspondía al lugar donde eran confinados los travestis, a fin de evitar los posibles revuelos que se ocasionarían si los mezclaban con el resto de la población reclusa.

La otra sección estaba destinada al aislamiento de los nuevos ingresos, a la espera de que pasaran el preceptivo reconocimiento médico y de su clasificación para determinar en qué galería serían instalados. Allí, en el Palomar, pasé cuatro días en un jergón dispuesto directamente en el suelo helado de noviembre, recuperándome de las diversas lesiones que las torturas en la comisaria de Vía Laietana me habían producido. Un par de costillas rotas, moratones, puntos de sutura en la cabeza… Lo normal en esos años de la segunda mitad de los años setenta. El funcionario jefe de la segunda galería era el Pajarito, un tipo nervioso, seco y bajito, como un gorrión, que me indicó secamente la celda que debía ocupar, de la que no recuerdo el número, y que debía compartir con otros tres internos. A saber: el Bosch, un maestro armero y atracador de bancos; el Marqués, un buscavidas todo corazón; y el Onasis, un indigente sesentón de alma bonachona que era cliente habitual de la Modelo, donde entraba y salía periódicamente. Los tres lucían barba y pelo largo. Curioso, pensé, parece que la moda hippie tiene éxito en este centro. Con el paso de los días se estableció entre nosotros una relación de respeto mutuo, sin grandes efusividades, y fui conociendo algo de sus respectivas biografías, así como de los diversos inquilinos de nuestra galería.


EL BOSCH

El Bosch era un tipo de unos 30 años, alto, delgado, de nariz prominente y aguileña, rostro afilado y huesudo. Padecía un trastorno maniaco-depresivo. Era también un atracador de bancos frustrado, evidentemente. En los ratos de tertulia nocturna, cuando nos chapaban en la celda a las 22:00, nos explicaba que era maestro armero y aficionado a la música. Lo de maestro armero le venía de su gran interés por todo tipo de armas, materia en la que poseía grandes conocimientos, hasta el punto de haber trabajado en una armería del centro de Sabadell, encargándose de la conservación y reparación de armas. En cuanto a la música, según decía, había estudiado piano desde niño, llegando incluso al Conservatorio.

Tal era esa afición que cuando se desafinaba el piano en escuela de la prisión, que se convertía en iglesia los domingos por la mañana y en cine los domingos por la tarde, allá se presentaba el Bosch para afinarlo. Bueno, la verdad es que se afanaba en afinarlo incluso cuando ya estaba afinado. Por esa razón el maestro, conocido entre los presos políticos como el Cid Alfabetizador, le tenía prohibida la entrada a la escuela fuera del horario de clase. Pero el Bosch siempre se colaba aprovechando las ausencias del Alfabetizador. Este “maestro” era un facha de bigote fino, de nombre José María Peláez. Falangista destacado y miembro de Fuerza Nueva, había estado destinado a principios de los sesentas en una escuela del barrio de Can Oriac, en Sabadell, donde, en aplicación de su metodología didáctica, resumida en “la letra con sangre entra”, había arrancado la oreja izquierda de un alumno de unos 9 o diez años, sosteniéndolo en el aire asiéndolo del pabellón auditivo, al tiempo que lo abofeteaba porque no guardaba el preceptivo silencio en clase.


Un grupo de madres presentó quejas ante la dirección de la escuela, con la amenaza de que si no se tomaban medidas contra Peláez irían a denunciar los hechos a la inspección de enseñanza. El arreglo fue trasladar a Peláez a la escuela pública Jonqueres, de la Planada del Pintor, conocida popularmente como la escuela de las balsas, con el cargo de director del colegio. Fue más un ascenso que una sanción. Algunos años después lo destinaron a la Modelo, a la que acudía a dar clases tres días por semana.


El Bosch no soportaba al Alfabetizador falangista, con el que sostuvo algún que otro encontronazo. El más sonado de estos rifirrafes se produjo un día en que Peláez sorprendió al Bosch hurgando en las tripas del piano. “¡¡ Esto se va a acabar, loco melenudo de los cojones!!” -gritó el Alfabetizador-, dándose media vuelta y dirigiéndose a la rotonda, para denunciar el hecho al Jefe de Servicio. Al Bosch le cayeron diez días en celda de aislamiento, en la quinta galería. Allá tuvo mucho tiempo para pensar, porque tan sólo lo sacaban a un pequeño patio durante media hora al día. Sí, demasiado tiempo para pensar. Durante el tiempo en que el Bosch estuvo aislado, el Marqués me contó algunas historias sobre nuestros convecinos de la segunda galería, como, por ejemplo, que el Bosch anteriormente había estado compartiendo celda con el Brasileño, un autodefinido capitán de la marina mercante de su país, con trastorno mental patente, al que habían detenido -según él- por mear en una calle de Barcelona, motivo por el cual estaba inexplicablemente en prisión preventiva. Podría ser -me dijo el Marqués-, pero tú fíjate que casi todos dicen que están aquí por error o por atracar bancos. No oirás a ninguno decir que lo acusan de haber matado a su mujer o de ser violador y menos aún por pederasta, porque se la juegan.


El Bosch y el Brasileño ocupaban una celda en la segunda planta de la galería hasta que un día, de buena mañana, un fuerte estruendo de cacharros al estrellarse en el suelo de la planta baja sacudió el sosiego aparente posterior al desayuno. Eran las pertenencias del Brasileño, lanzadas por el Bosch al tiempo que decía voz en grito: “Estoy hasta los huevos de que me recites el noticiario de la noche anterior. Cada mañana la misma historia. Lárgate de esta celda y que te aguante otro. Te tengo cariño porque sexualmente eres muy bueno, pero ya no puedo más…”. Lógicamente -precisó el Marqués- nadie quiso cargar con tan informática compañía, precursora del vídeo doméstico. Bueno, nadie no. Antonio el Escopeta -del que ya te contaré sus habilidades, añadió- se compadeció de él y lo aceptó en su celda. Total -me dijo que dijo el Escopeta- con ponerme unos tapones de cera en los oídos para dormir, que recite todas las noticias que quiera, pobre chico. Cuando salió de la quinta galería, el Bosch nos contó que las condiciones de vida allí eran muy duras. Las celdas tan sólo disponen de un banco de obra, un wáter y un lavabo. El inquilino dispone también de un jergón de borra y una manta, que sólo puede extender sobre el banco por la noche, para dormir. Cuando te traen el desayuno, un vaso con un líquido de color café con leche y un par de galletas, ya tienen que estar enrollados el jergón y la manta y habrán de permanecer así hasta después de la cena. La celda de aislamiento dispone también de un pequeño ventanuco, lo suficientemente alto para que no te puedas asomar al exterior, y de un “cangrejo”, un armazón de rejas semicircular que impide al reo acercarse a la puerta, para mayor seguridad de los funcionarios.

No libros, ni revistas, ni radio… También nos dijo el Bosch, con una inquietante expresión ausente y los ojos mirando a su interior, que en esos diez días había tenido mucho tiempo para pensar. La gran mayoría de los internos de la segunda galería éramos presos preventivos, es decir, aún no penados, a la espera de juicio. Pero también había muchos ya condenados, que esperaban a ser trasladados a otros centros penitenciarios. Éstos últimos podían acogerse a la reducción de pena por trabajo y estudio. Así que una buena cantidad de penados trabajaban en los talleres de la prisión y otros estudiaban en la escuela. Por cada dos día de trabajo o estudio la condena se reducía en un día.

Además, los que trabajaban en los talleres cobraban un pequeño sueldo mensual, que muchos ahorraban para cuando salieran en libertad. El Bosch estaba ya juzgado y condenado. Le habían caído cuatro años por tenencia ilegal de armas y por intento frustrado de atraco a un banco. Por aquellos días en que compartíamos celda llevaba ya casi dos años en el hotel Rejas. Como el trabajar no iba mucho con él, se había apuntado a la escuela para reducir condena por estudios, aunque su nivel intelectual era inmensamente superior al del Cid Alfabetizador. Durante las clases permanecía en absoluto silencio, clavando sus ojos saltones en el maestro, apoyando el codo sobre la mesa y la cabeza reposada sobre el puño cerrado, con una leve sonrisa de medio lado.


Don Peláez, como se hacía llamar el maestro, jugaba habitualmente con un bolígrafo metálico plateado mientras explicaba la importancia de la grandeza de España, gracias a los Reyes Católicos y a tantos prohombres patrios y bla, bla, bla… Al finalizar la clase don Peláez acostumbraba a pulsar varias veces su bolígrafo acercándoselo a la oreja derecha – clic, clic, clic, clic- y se despedía con un “buenos días caballeros y ¡¡Arriba España!!” Los internos podíamos comunicar una vez por semana con miembros de nuestra familia en unos locutorios divididos en cutres cabinas, separados por gruesos vidrios sucios, rayados y en los que se apreciaban los impactos de los golpes de puño de algunos presos rebotados por su situación. Un funcionario se mantenía a la expectativa durante la media hora que duraba la comunicación. Los casados tenían derecho a una comunicación mensual vis-a-vis con su pareja y, en algunos casos, también los presos que mantenían una relación de noviazgo podían disfrutar del vis-a-vis. Este tipo de comunicación, de una hora de duración, se realizaba en unas desangeladas habitaciones que disponían de cama de matrimonio, lavabo, WC, una mesa y dos sillas.


En este espacio tenían lugar las relaciones íntimas de pareja, en las que la sordidez y las sensaciones agridulces eran lo habitual. Transcurridos los sesenta minutos el funcionario golpeaba la puerta y gritaba ¡¡tiempo!! Tanto las familias como las novias podían traer a los presos paquetes con comida, ropa y aquellos otros artículos que permitiera el reglamento. Estos paquetes los habían de entregar en una ventanilla, donde siempre tenían que hacer cola, a nombre del interno en cuestión, al que se lo darían horas más tarde, después de la correspondiente revisión del contenido. El Bosch tenía una novia que venia a verlo todas las semanas y siempre le metía paquetes. Un día abrió el paquete sentado en su litera, que era una de las dos de arriba. Dentro había material para escribir, como un cuaderno, lápices y un par de bolígrafos. También había un bizcocho. Con una expresión de júbilo en su rostro, poco habitual en él, dijo “ahora sí que sí”. Del interior del bizcocho sacó tres bolsitas y las guardó debajo de la almohada. Luego compartió el bizcocho con el Marqués, con el Onasis y conmigo. Ese día prefirió quedarse solo en la celda a la hora del patio.

También prefirió quedarse en el chabolo sin salir al patrio en los días posteriores. Estará de bajón, pensamos. A la semana siguiente Don Peláez, al finalizar la clase, dijo su frase habitual: “Buenos días caballeros y ¡¡Arriba España!! Acto seguido se acercó el bolígrafo a la oreja y sólo pudo hacer un clic-clic. El bolígrafo estalló con gran estruendo arrancándole de cuajo la oreja derecha. A las pocas horas vinieron a nuestra celda, enloquecidos, los boqueras (nombre de los funcionarios de prisiones en el argot carcelario). ¡¡Cacheo!! -gritaron. Encontraron restos de nitrato de potasio, carbón y azufre entre las pertenencias del Bosch. Cuando se lo llevaban de traslado para el penal de Ocaña presentó resistencia. Uno de los funcionarios lo cogió de los pelos y pudimos observar, con gran asombro, que le faltaba el pabellón auditivo de la oreja izquierda.

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