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  • Foto del escritorAlbert Velasco

Omar Ben Salim

Estaba sentado en el borde de la cama de hierro semioxidado y la luz amarillenta de la bombilla pelada daba un tono pálido a sus grandes nudillos. Se acarició suavemente la corta barba rizada con las palmas de ambas manos y paseó la vista con detenimiento por cada rincón de la habitación desolada.

Se sentía solo, pero sobre todo cansado de haber estado toda la noche deambulando por las angostas calles del barrio. Después de todo es mi trabajo - pensó en su idioma. Lo distrajo la gota incordiante del grifo arcaico que proseguía con su impertinente tic-toc dispuesta a acompañarle en sus sueños como música de fondo. Se quitó el vaquero, saboreó un cigarrillo, giró el interruptor de la luz y se despidió de la realidad por unas horas.

Omar ben Salim era un squatter tunecino conocido como el moro Omar. Recuerdo que llegó al barrio un jueves por la tarde y en pocos días se lo ganó a pulso. Era inevitable. La casa abandonada que ocupó hacía las veces de cuartel general de la delincuencia juvenil. Pero él llegó con su metro ochenta y cinco y dijo esta es mi casa. Eso dicen que dijo y que sólo el Maca le plantó cara. La pelea fue dura y las magulladuras y morados tardaron varios días en curarle, al Maca. No, no se piensen que Omar era un típico héroe de Western de Almería. Ni tampoco que mi barrio es una calle con nada más fachadas vacías por adentro. Aquí lo bueno está por dentro, como también lo malo. Ya digo, no era un garicuper salvador, aunque la verdad es que sí lo dejamos bastante solo ante el peligro. Era simplemente que no tenía donde caerse muerto y que sabía que por aquí no suele venir la pasma. Antes, cuando dormía en las bocas de los metros, habían estado a punto de pescarlo un par de veces. Andaban pidiendo documentos a los que hacían pinta de extranjeros y él se había colado en el país de estrangis. Chungo si lo atrapaban. Aquí encontró refugio y luego amigos. Y después un perro y un trabajo que consistía en lavar los coches de las gentes, hacer recados y poner freno a los robos nocturnos con riesgo de su vida en ocasiones. Su sueldo eran propinas y comida. Se sentía casi contento. Había encontrado algo parecido a un hogar y supo agradecer la mínima seguridad que le prestamos. A veces llegó incluso a sonreir. Pero era evidente que para más tarde o para más temprano el Maca preparaba su venganza.

Lo despertó como a diario la bocina característica del camión del butano. Se vistió y salió al sol de las doce que acariciaba en el patio a su pastor alemán. Sonrió al astro levemente mientras palmeaba al animal en el lomo. "Vamos a tomar algo" -le dijo. Y salieron a la calle inundada de gritos de niños que volvían del colegio. Tras el cortado habitual en el bar de doña Teresita se dirigió a buen paso a casa de la María la viuda, que cada viernes lo esperaba a esa hora con la lista de la compra preparada. Ya estaba muy mayor para los trotes del mercado y sus piernas para tal menester eran las de Omar, al que recompensaba con cuarenta duros de agradecimiento. Cuando volvía seguido por el perro y con una pesada bolsa en cada mano, Agustín el cerrajero le encargó que por la tarde le limpiara el coche. Entregó las bolsas de la compra y sonrió a la María con los ojos cuando ésta le tendió los dos billetes.

Nadie supo nunca a quién escribía, pero solía hacerlo a menudo mientras tomaba el té en espaciados sorbos después de la comida. Se sentaba en la mesa cercana al gran ventanal del bar de Paco el sevillano y con la mano izquierda garabateaba la blancura del papel con unos signos enrevesados. En esos momentos quedaba tan abstraído del ruido y de la gente que nadie osaba perturbarlo. De vez en vez alzaba la vista y miraba la calle tras el vidrio empañado. En realidad seguro que miraba para dentro de sí mismo o puede que quizás soñara despierto y viese reflejada en el cristal alguna imagen que su memoria le acercaba desde Túnez. Pero esta vez se le desvaneció la ensoñación cuando un grito se elevó por encima del murmullo de ordinario. "Eh, tú, moro de mierda". Sí, era él, el Maca. Le reconoció la voz aguardentosa. Omar no se volvió. Cogió lentamente el vaso de té, saboreó un trago largo y cuando se disponía a doblar el folio recién escrito la voz del Maca rasgó el silencio que se había impuesto en el bar. "¡Sí, es a ti, apestoso!". Omar ben Salim continuó imperturbable con su labor. Dobló dos veces el escrito y en tamaño octavilla lo depositó en el bolsillo de la camisa, junto a su corazón. Después tapó el bolígrafo y volvió la vista despacio hacia la barra, en la que se encontraba el Maca con dos secuaces por banda. Tenía el rostro lívido y los ojos se le saltaban de las órbitas. Iba de ácido o puede que subido en el caballo blanco. Desde el día de la pelea con Omar al Maca no se le había vuelto a ver el pelo por el barrio más que alguna que otra noche. Se dedicaba con los suyos a limpiar coches por dentro sin el permiso de los dueños y a entrar en las noches sin luna por los tejados de las casas. Con Omar aquí el barrio les era un coto vedado. Lo odiaban por eso y por la humillación que sintió el Maca cuando lo calentó el primer día. "Muchachos, aquí no quiero jaleos. Vamos, fuera". Con suaves empujones Paco el sevillano los iba dirigiendo a la salida. Antes de cruzar el umbral el Maca se dio vuelta, miró a Omar y le escupió unas palabras entre dientes: "Esta noche sal a la calle si tienes güevos. Te vamos a rajar vivo".

Cuando la tarde caía terminó de limpiar el coche de Agustín el cerrajero. Mientras se entretenía en la tarea había visto de soslayo a dos de los tipos que acompañaban al Maca asiduamente. Estaban en el local de enfrente y le observaban semiocultos tras las grandes letras que adornaban las cristaleras con la palabra billares. Cogió el dinero que le dio Agustín, se fue al estanco a por tabaco y un cigarro le adornó el paseo hasta su casa. Nada más abrir la puerta la sorpresa le arqueó la ceja izquierda. Luego torció la boca en un gesto de enojo, de disgusto. Comprendió el porqué de los tipos observándole. La casa había sido asolada, la cama estaba boca abajo, el colchón empapado y todo patas arriba. El Maca y los otros le querían buscar las vueltas. Estaba claro. Al instante una fugaz sospecha negra le hizo correr al patio y cuando se le confirmó clavó las rodillas en tierra y abrazó al animal que se moría.

Al salir a la calle advirtió que la noche era cerrada, oscura. Había comenzado a lloviznar ligeramente y en el asfalto mojado se reflejaban las luces de los escasos vehículos que circulaban a esa hora. Se alzó el cuello de la chaqueta de cuero, se ajustó la gorra, enfundó las manos en los bolsillos y dejó que sus pies le escogieran el rumbo. No iba armado. Ni siquiera un cuchillo o una barra de hierro. Los puños eran su defensa exclusiva. Sabía que los otros andaban siempre con navajas, pero eso no lo arredraba. No, no es que no tuviera miedo. Se lo notaba él mismo en el ritmo rápido con que se formaban las nubecillas de vapor de agua con cada expiración. Pero no le quedaban muchas opciones. O aceptar el reto y defender lo poco que había conseguido en estos últimos meses o largarse a errar de nuevo, como nómada tunecino en un país y un continente que no eran los suyos. Creyó distinguir una cabeza asomada en la esquina del taller de Pepe el tapicero. Volvió el rostro lentamente y ratificó que aquel era el lugar elegido por el Maca para el mortal encuentro. Sí, allí estaba, a su espalda y con dos de los suyos. Los otros dos salieron con navajas automáticas de detrás de la esquina del taller. Omar notó que su corazón aceleraba el ritmo y que sus pulmones trabajaban más deprisa. Apretó los puños en el bolsillo hasta que adquirieron una dureza acerada y se giró dando la cara al Maca. Con una risita de rata histérica el Maca le espetó: "¡Ey, morito, te vamos a hacer lo mismo que a tu chucho!". A Omar le tembló levemente el labio inferior antes de poder decir. "Si eres hombre pelea tú sólo contra mí". Los cuatro secuaces miraron al jefe y lo vieron dudar unos segundos. Era el jefe, tenía que demostrarlo. Avanzó un paso hacia Omar cambiándose la navaja de una mano a otra dispuesto a la pelea. "Ven aquí, moro de mierda" - dijo; y fue a su encuentro sin dejar de jugar con la navaja. El blanco metálico del arma refulgía por instantes a la tenue luz de la farola. Omar sacó los puños del bolsillo mirando directamente a los ojos del Maca, pero en realidad su atención estaba puesta en el objeto punzante. Los otros cuatro hicieron corro, esperando tensos la primera acometida. La patada lanzada por Omar fue tan certera que la navaja voló a refugiarse entre las sombras de la noche. Supo aprovechar con rapidez felina la sorpresa del Maca y con un exacto izquierdazo a la mandíbula lo tendió en el asfalto sangrando por la boca. Se abalanzó sobre él dispuesto a golpearlo nuevamente y cuando comprendió su error ya era demasiado tarde. Había descuidado la retaguardia.

Sí. Lo habíamos dejado bastante solo ante el peligro. Después nos enteramos que en el hospital la poli había descubierto que Omar era un hombre ilegal en el país y que lo expulsaron unos meses más tarde, cuando ya estaba recuperado. El Maca y los suyos continúan por el barrio. Pero en la casa que Omar había habitado hay una frase de letras grandes escrita con tiza azul que dice: "OMAR, EL BARRIO ESTA MAS SOLO SIN TI".

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